Cuando yo era chica la mamita Olga recurría mucho a parábolas para educar a mis hermanos y a mí, y además hizo lo propio con los muchísimos alumnos que pasaron por sus aulas
(¿yo les había contado que mi mamá es profesora de primaria? Se retiró hace muchísimo, pero sé lo que les digo cuando afirmo que "una profesora nunca deja de ser profesora" -esto último tendrá muchas interpretaciones y todas serán verdaderas, así que cuidado con lo que interpretan. Jeje). De todos los recursos bíblicos de la Mamita Olga agotó, sin duda el más utilizado fue el de la parábola de los talentos, que básicamente compara las capacidades innatas de cada persona con la cantidad de moneditas que un amo entrega a sus siervos (se me acaba de ocurrir que, si así lo quisiera, un ciervo podría ser siervo. O sea, si el venadito tomase un cursito de servicios, técnicamente... podría ser siervo ¿no? Think about it).
Y bueno, mi mamá siempre sostuvo que nosotros, sus hijitos, teníamos talentos muy diferentes y que debíamos aprovecharlos y potenciarlos para ser cada día mejores personas. No sé si mis hermanitos habrán procedido igual, pero luego de la repetición Nro. 500 de la consabida parábola, yo me hice una listita mental de los rubros en los que me consideraba de alguna manera talentosa. No está de más mencionar que, con el correr del tiempo, gasté varios lápices y tajadores -igualmente mentales- tachando actividades para las que ciertamente no tenía talento alguno
(irónicamente, aquel tache y re-tache confirmó un talento que sí tengo: el de inventarme que tengo múltiples talentos).
Y nada, hay algunos que hacen deporte, otros que son capos en números, algunos muy iluminados para escribir y muchos con gran actitud para la venta. Por mi parte, creo que mi talento más logrado es saber hacer como pavo.