Veo, veo ¿qué ves?
Así como Cristo tiene un juego de clavos que le atraviesan pies y manos, yo ostento un dardo a la mitad del pecho, que más allá de hacerme doler el esternón como una condenada, me provoca una cantidad de dudas que sobrepasan mi habilidad para contarlas (A propósito, ¿alguna vez han pensado hasta qué número saben contar? Yo sé decir un montón de números, pero lo cierto es que no sé exactamente que tan lejos puedo llegar diciendo un dígito tras otro sin detenerme. En fin).
Y bueno, que mi madre me perdone por lo que procedo a escribir, pero yo veo pipís por todas partes. My name is Laura and I do live in pipiland (“Hello Laura”). Por las paredes, en las veredas, en el respaldo de los asientos del bus, dibujados con esmero en el polvo que cubre los autos de la calle, en las mayólicas de los baños públicos y privados (wtf?), grabados en el cemento fresco de alguna construcción in progress, y así y así, como una suerte de “Paseo de la fama de los penes”, los habitantes de Lima me han hecho testigo de la pipificación de esta urbe que me acoge desde que nací (aunque para ser justos, cuando he vivido fuera también he visto un montón de pipís. Ja, ja, ya salió la cochinada. Estos blog-leyentes, caray).
La pregunta en cuestión –el dardo, that is- resulta siendo: ¿¡qué diablos le ocurre a estos pornógrafos wannabe?! No entiendo. ¿Cuál es el móvil para llenar cualquier superficie limpia con un remedo de pene (algunos incluso se esmeran en los detalles, sólo faltaría que firmen y cobren por exhibición)? Responsabilizo a los maestros de escuela que no pusieron coto a esta situación cuando sus alumnos –con claro síndrome de miedo al vacío- repletaron de miembros ¿viriles? cuanta silla, carpeta o escalinata pasara por sus ojitos pajeros y sus jetas colgadas.
Recuerdo con especial estupor cuando me encontré por primera vez con uno de estos garabatos: era la época de exámenes bimestrales y a uno lo mezclaban con gente de otros salones para evitar plagios y demás. De la nada me vi en un aula ajena con gente que coincidía conmigo únicamente porque nuestros apellidos empezaban con la misma letra. En medio de esa confusión, alcé la ceja y arqueé el cuello frente al dibujo plasmado en mi carpeta de turno. "¿Qué carajos es eso?", pensé. Luego, la ceja y el cuello se acompañaron de los ojos de huevo frito cuando una jovencita de otro grado –Atención exalumnos: su apellido es con Z- muerta de risa se sentó encima del mamarracho aquel y empezó a emulsionar sus carnes –que no eran pocas- sobre el esperpento. Yo no sabía que estaba pasado pero sabía que estaba mal, muy mal. Ese pasaje de mi vida fue equivalente a cuando Eva mordió la manzana y se dio cuenta que estaba calata; a partir de ahí, los penes me persiguen y los veo en todas partes. Y nada, el día de mi juicio final -cuando Dios me coja confesada- cuento con que sabrá disculpar mi distorsionada capacidad de simbolización y me dejará pasar sin peajes ni roturas de mano, hacia la nube donde pululan los píos de corazón. *sigh*
Como atinado corolario del texto que les dejo aquí, les comparto este viral que está buenísimo. Ojo, es PG-18.