Shut the fuck up!

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Hablar lo indispensable jamás ha sido mi fuerte. Vengo de un matriarcado donde el que calla otorga y el que sustenta mejor es el que se lleva la porción más grande de postre, entonces, es complicado que me pidan que me mantenga en silencio y me abstenga de exponer lo que pienso. Cuando durante una semana me tocó limitarme a decir “Buenos Días”, “Buenas Noches”, “Por Favor” y “Gracias”, me acordé de aquella canción del dinosaurio Barney que cantaba junto con mis sobrinitos allá en Perú. Ahora esa canción no me parece para nada linda y creo que deberían prohibir que Barney venda más discos en el mercado. Lo primero que hice al llegar a mi departamento fue contarle a mis compañeros que, como parte de mi formación para redactora creativa, en los próximos días no les iba a hablar casi nada. Las reacciones pasaron de incredulidad a sorpresa y de sorpresa a una preocupante calma que me hizo sospechar que de pronto si hablo un poquito más que el ser humano promedio. Echada en mi cama, empecé a pasar revista a todas las cosas que tenía que hacer al día siguiente y los inconvenientes que me traería el no poder hablar. Iba a tener que caminar a mi trabajo porque, al subir al colectivo no podría decir “Hola, ¿Cómo está? $0.75 por favor”. Luego tendría que hacer cola en todos los bancos a donde fuera a pagar cosas, porque no iba a poder repetir el sketch de todas las semanas, donde juego a ser “la foránea tonta” que no sabe lo que es un banco ni menos donde está parada y por eso siempre le terminan atendiendo sin necesidad de esperar en la fila. La parte fea de este sketch es que la gente que si hace fila te insulta un poco, pero igual yo no hago fila, así que no me importa. Además de caminar y hacer cola, había más detalles que lamentar. El décimo día de cada mes, el cadete de la inmobiliaria que nos renta la oficina va a recoger el cheque por el alquiler. Ese cadete es una cosa hermosa. Debe tener 18 años, o sea que técnicamente es un pecado para una mujer añeja como yo pero no importa, los cinco minutos que compartimos cada décimo día de mes son como una inyección combinada de colágeno y botox para mí, y por un instante se me van de encima los 8 dramáticos años que le llevo a esta criatura que Jesucristo y los clavos de su cruz se han dignado a cruzar en mi camino. Iba a ser una tortura china recibirlo y no hablarle, nuestros 5 minutos se iban a volver 30 segundos y ese ratio temporal, en cualquier circunstancia, es muy poco para una mujer. Ante tan abominable situación, mi cabeza empezó a elucubrar sendos disparates para salir del paso. Entre ellos, lo menos loco parecía ser colgarme una libreta de notas al cuello como la muda que interpreta Holly Hunter en“El Piano”, pero al final no lo hice, porque yo creo que a la muda le funcionó la técnica básicamente porque se la pasó desnuda casi toda la película y no porque al protagonista masculino le interesara lo que ella escribía en su libretita. Dada la imposibilidad de desnudez en horario de trabajo, me resigné a quedar como una loca que más allá de “Buenos Días” no iba a pronunciar palabra adicional. Pero ahí no acaba todo. Cada segundo domingo de mayo en Perú se celebra el día de la madre, y bueno, puedo tolerar calambres de pierna por caminar 20 cuadras, puedo vivir con dolor de riñones por hacer horas de cola, puedo conformarme con 30 segundos de cadete bonito pero, de ninguna manera podría vivir con la voz retumbante de la mamita olga recordándome año tras año que no la llamé por el día de las madres en aquel oscuro 2007 cuando, enajenada, decir abandonar el hogar limeño que me cobijaba para migrar a tierras argentinas. Así que decidí lo más saludable para mí. Reduje los días de tarea a dos, y estuve todo el martes y todo el miércoles cumpliendo lo indicado. Ya el jueves todo volvió a la normalidad. Esos dos días de silencio, me sirvieron para notar que hay mucha gente que vive de esa manera y que de pronto hasta felices son. Tal vez debería hablar un poco menos, pero es que a veces hay tanto que comunicar que el silencio me sabe a desperdicio. Y aunque más de uno moriría porque calle, yo sospecho que sólo callaré el día que muera, y quizás ni ahí.