lunes, abril 19, 2010

Veo, veo ¿qué ves?


Así como Cristo tiene un juego de clavos que le atraviesan pies y manos, yo ostento un dardo a la mitad del pecho, que más allá de hacerme doler el esternón como una condenada, me provoca una cantidad de dudas que sobrepasan mi habilidad para contarlas (A propósito, ¿alguna vez han pensado hasta qué número saben contar? Yo sé decir un montón de números, pero lo cierto es que no sé exactamente que tan lejos puedo llegar diciendo un dígito tras otro sin detenerme. En fin). 

Y bueno, que mi madre me perdone por lo que procedo a escribir, pero yo veo pipís por todas partes. My name is Laura and I do live in pipiland (“Hello Laura”). Por las paredes, en las veredas, en el respaldo de los asientos del bus, dibujados con esmero en el polvo que cubre los autos de la calle, en las mayólicas de los baños públicos y privados (wtf?), grabados en el cemento fresco de alguna construcción in progress, y así y así, como una suerte de “Paseo de la fama de los penes”, los habitantes de Lima me han hecho testigo de la pipificación de esta urbe que me acoge desde que nací (aunque para ser justos, cuando he vivido fuera también he visto un montón de pipís. Ja, ja, ya salió la cochinada. Estos blog-leyentes, caray). 

La pregunta en cuestión –el dardo, that is- resulta siendo: ¿¡qué diablos le ocurre a estos pornógrafos wannabe?! No entiendo. ¿Cuál es el móvil para llenar cualquier superficie limpia con un remedo de pene (algunos incluso se esmeran en los detalles, sólo faltaría que firmen y cobren por exhibición)? Responsabilizo a los maestros de escuela que no pusieron coto a esta situación cuando sus alumnos –con claro síndrome de miedo al vacío- repletaron de miembros ¿viriles? cuanta silla, carpeta o escalinata pasara por sus ojitos pajeros y sus jetas colgadas.

Recuerdo con especial estupor cuando me encontré por primera vez con uno de estos garabatos: era la época de exámenes bimestrales y a uno lo mezclaban con gente de otros salones para evitar plagios y demás. De la nada me vi en un aula ajena con gente que coincidía conmigo únicamente porque nuestros apellidos empezaban con la misma letra. En medio de esa confusión, alcé la ceja y arqueé el cuello frente al dibujo plasmado en mi carpeta de turno. "¿Qué carajos es eso?", pensé. Luego, la ceja y el cuello se acompañaron de los ojos de huevo frito cuando una jovencita de otro grado –Atención exalumnos: su apellido es con Z- muerta de risa se sentó encima del mamarracho aquel y empezó a emulsionar sus carnes –que no eran pocas- sobre el esperpento. Yo no sabía que estaba pasado pero sabía que estaba mal, muy mal. Ese pasaje de mi vida fue equivalente a cuando Eva mordió la manzana y se dio cuenta que estaba calata; a partir de ahí, los penes me persiguen y los veo en todas partes. Y nada, el día de mi juicio final -cuando Dios me coja confesada- cuento con que sabrá disculpar mi distorsionada capacidad de simbolización y me dejará pasar sin peajes ni roturas de mano, hacia la nube donde pululan los píos de corazón. *sigh*

Como atinado corolario del texto que les dejo aquí, les comparto este viral que está buenísimo. Ojo, es PG-18.

martes, abril 06, 2010

La escolar tramposa y la librera nazi

Cuando dentro de una conversación cualquiera surge el tema de hacer trampa, yo suelo decir que durante mi etapa escolar no tuve chance de copiarme (no precisamente por la pericia de los cuidadores de exámenes; a mi parecer entrenados por celadores de la cárcel de la que siempre se escapaban el chompiras y el botija, sino que por pura cobardía y sobretodo torpeza con las manos). Sin embargo, hoy resurgió en mi mente un episodio de infancia en el cual llevo a conclusión una trampa escandalosa y desproporcionada.

No es de preguntar por qué había yo fondeado esta memoria (convengamos que en adelante estaré impedida de inflarme como pavo con gases ante cualquier charla sobre ser tramposo; esto me duele en el ego dado que como es sabido, el mío sufre de la penosa enfermedad del gigantismo), lo que sí es de consultar es cómo así reflotó esta vaina desde el fondo del montón de tofu que cargo dentro del cráneo.  Encontrábame depurando contactos de Messenger -si no hemos conversado en 1 año, me parece que no nos vamos a extrañar- cuando llegué a la sección del colegio (yo separo los contactos por procedencia y edito los nombres para que sean "[Nombre] [Apellido]" y no "[frase sacada de libro de autoayuda][carita con glitter][cualquier término incomprensible como "TAD" "YLS" "ablao" "brader", etc.]), cuando me encontré con el nombre de mi estimado Carlos Contardo y fue entonces que desde el fondo de la cabeza llegó pataleando a la superficie lo siguiente: en 5to de primaria Carlos corrigió mi examen de matemáticas y me puso 10. ¡DIEZ! Me jaló, el infame. Yo no podía creerlo. De inmediato revisé la prueba con la premisa de encontrar alguna hilacha de la cual asirme para reclamar al menos medio punto más. No había nada, creo que sinceramente merecía un siete o menos. A pesar de ello, tuve el desparpajo de poner una coma en un resultado decimal y me acerqué al profesor a decirle que mi compañerito no la había visto y que pobrecito el cegatón. El maestro llamó a Carlos para hacerle la consulta y él dijo: "De repente la coma estaba ahí, pero yo no la vi". Cuánta grandeza, carajo. Apenas un puñado de la palabras en una personita de 10 años y quedó en evidencia que: 1) Yo mentía 2) Él era un caballero incapaz de delatarme 3) Mi examen tenía de resultado 10.5 y yo era una gran canalla.

Todo esto viene a cuento porque la persona encargada de entregar los útiles de escritorio en mi centro de labores insiste en que yo debo meditar si es que en verdad necesito tantos lapiceros (02) y si es que poniéndome la mano al pecho (sic) creo que voy a abrochar tantos papeles como para tener una engrapadora para mi sola. Yo le voy a decir a esta señora que por favor llame a Carlos Contardo, que él me va a apoyar en cualquier cosa que yo diga. Y que ya lo pensé bien: verdaderamente necesito que los cuadernos vengan con espiral. Gracias, eh.